CAPÍTULO III - Espíritus de mediana condición
José Bré
El hombre honrado según Dios o según los hombres
Muerto en 1840, evocado en Burdeos por su nieta en 1862
1. Querido abuelo, ¿queréis decirme cómo estáis en el mundo de los espíritus y
darme algunos detalles instructivos para nuestro adelanto?
R. Todo lo que tú quieras, mi querida hija. Expío mi falta de fe, pero la bondad de Dios es
grande, y toma en cuenta las circunstancias. Sufro, no como podrías entenderlo, sino por el
sentimiento que tengo de no haber empleado bien mi tiempo en la Tierra.
2. ¿Cómo no lo habéis empleado bien, si habéis vivido siempre como hombre honrado?
R. Sí, desde el punto de vista de los hombres, pero hay un abismo entre el hombre honrado
ante los hombres y el hombre honrado ante Dios. Quieres instruirte, hija mía. Trataré de hacerte
conocer la diferencia.
Entre vosotros se tiene a un hombre como honrado cuando respeta las leyes de su país,
respeto elástico para muchos. Cuando no hace mal a su prójimo, quitándole ostensiblemente 1o
suyo. Pero le quita a menudo sin ningún reparo su honor y su dicha, desde el momento en que el
código o la opinión pública no pueden alcanzar al culpable hipócrita. Cuando se ha grabado en la
lápida de la tumba la retahíla de virtudes que se ensalzan, se cree haber pagado una deuda a la
Humanidad. ¡Qué horror! No basta para ser honrado ante Dios dejar de infringir las leyes de los
hombres. Es preciso ante todo no haber quebrantado las leyes divinas.
El hombre honrado ante Dios es aquel que, lleno de abnegación y de amor, consagra su vida
al bien, al progreso de sus semejantes. Aquel que, marchando al fin que se propone, es activo en la
vida para cumplir la tarea material que se le ha impuesto, porque no debe olvidar que sólo es un
servidor al cual el amo le pedirá un día cuenta del empleo de su tiempo. Activo hasta el fin, porque
debe predicar con el ejemplo el amor del Señor y del prójimo. El hombre honrado ante Dios debe
evitar con cuidado esas palabras mordaces, veneno escondido entre flores, que destruyen las
reputaciones y a menudo mata al hombre moral cubriéndole con el ridículo. El hombre honrado
ante Dios debe tener siempre el corazón firme contra el menor átomo de orgullo, de envidia, de
ambición. Debe ser paciente y dulce con los que le atacan. Debe perdonar de todo corazón, sin
esfuerzos y sobre todo sin ostentación, a cualquiera que le haya ofendido. Debe amar a su Creador
en todas sus criaturas. Debe, en fin, poner en práctica este resumen tan conciso y tan grande de los
deberes del hombre. Amar a Dios sobre todas las cosas y a su prójimo como a sí mismo.
He ahí, mi querida hija, casi explicado lo que debe ser el hombre honrado ante Dios. Pues
bien, ¿he hecho yo esto? No, he faltado a muchas de esas condiciones, lo confieso sin
avergonzarme. No he tenido la actividad que el hombre debe tener. El olvido del Señor me ha
arrastrado a otros olvidos que, no por no caer bajo la ley humana, dejan de ser prevaricaciones a la
ley de Dios. He sufrido bastante por eso cuando lo he reconocido, y por esta razón me anima hoy la
consoladora esperanza en la bondad de Dios, que ve mi arrepentimiento. Decidlo, querida hija,
repetidlo a los que tienen la conciencia cargada. Que cubran sus faltas a fuerza de buenas obras, y la
misericordia divina se detendrá en la superficie. Sus ojos paternales encontrarán las expiaciones y
su mano poderosa borrará las faltas.
La Sra. Elena Michel
Joven de veinticinco años, muerta súbitamente en algunos minutos, en su habitación, sin
sufrimiento y sin causa conocida. Era rica, un poco frívola, y a consecuencia de la ligereza de su
carácter se ocupaba más de las bagatelas de 1a vida que de las cuestiones serias. A pesar de esto, su
corazón era bueno. Era dulce, benévola y caritativa.
Evocada, tres días después de su muerte, por personas que la habían conocido, se expresó
así:
“No sé dónde estoy... ¡Qué turbación me cerca!... Me habéis llamado, y vengo... No
comprendo por qué no estoy en mi casa... Se me llora como si estuviera ausente, y no puedo
hacerme reconocer de todos ellos... Mi cuerpo no me pertenece, y sin embargo, lo siento frío,
helado... Quiero dejarlo y estoy como sujeta. Vuelvo a él siempre. Soy dos personas... ¡Oh!
¿Cuándo comprenderé lo que me pasa? Es preciso que vuelva allá... ¿Qué sería de mi otro yo,
estando ausente? ... Adiós.”
El sentimiento de la dualidad, que no está aún destruido por una separación completa, es aquí evidente.
Carácter poco serio, su posición de fortuna, permitiéndole satisfacer sus caprichos, debió favorecer sus
tendencias a la ligereza. No es, pues, de extrañar que su desprendimiento haya sido poco rápido, y que tres días
después de su muerte se sintiese todavía ligada a su envoltura corporal. Pero como no había en ella ningún vicio
grave, y como en el fondo era buena, esta situación no tenía nada que fuese penoso y no duró mucho tiempo.
Evocada nuevamente algunos días después, sus ideas habían cambiado bastante. He aquí lo que dijo:
“Gracias por haber orado por mí. Reconozco la bondad de Dios, que me ha evitado los
sufrimientos y el temor del momento de separarse mi espíritu de mi cuerpo. A mi pobre madre le
costará mucho resignarse, pero será auxiliada, y lo que a sus ojos es una terrible desgracia, era
indispensable a fin de que las cosas del cielo viniesen a ser para ella lo que deben ser: todo. Yo
estaré a su lado hasta el fin de su prueba terrestre, y le ayudaré a soportarla. No soy desgraciada,
pero tengo todavía mucho que hacer para adelantar hacia la mansión de la bienaventuranza. Rogaré
a Dios me permita volver a esta Tierra, porque tengo que reparar el tiempo que he perdido en esta
existencia. Que la fe os sostenga, amigos míos. Tened confianza en la eficacia de la plegaria cuando
sale verdaderamente del corazón. Dios es bueno.”
P. ¿Habéis estado mucho tiempo sin reconoceros?
R. He comprendido mi muerte el mismo día en que habéis rogado por mí.
P. Este estado de turbación, ¿era de sufrimiento?
R. No, no sufría, creía soñar y esperaba despertarme. Mi vida no estuvo exenta de dolores,
pero todo ser encarnado en la Tierra debe sufrir. Me he resignado a la voluntad de Dios, y me lo ha
tomado en cuenta. Os estoy muy agradecida por las oraciones que me han ayudado a reconocerme.
Gracias, volveré siempre con placer. Adiós.
Elena
El marqués de Saint-Paul
Muerto en 1860, evocado a petición de su hermana, miembro de la sociedad de
París, el16 de mayo de 1861
1. Evocación.
R. Heme aquí.
2. Vuestra señora hermana nos ha pedido que os evoquemos, pues aunque es médium, no
está todavía lo bastante formada para estar segura de sí misma.
R. Trataré de responder lo mejor que pueda.
3. Desea saber, en primer lugar, si sois dichoso.
R. Estoy errante, y este estado transitorio no trae jamás ni la felicidad ni el castigo absoluto.
4. ¿,Habéis estado mucho tiempo sin reconoceros?
R. He permanecido bastante tiempo en turbación. Y no he salido de ésta sino para bendecir
la piedad de los que no me olvidaban y rogaban por mí.
P. ¿Podéis apreciar la duración de esa turbación?
R. No.
5. ¿Cuáles son los parientes que habéis reconocido primero?
R. He reconocido a mis padres, quienes me han recibido al despertar, y me han iniciado en
la nueva vida.
6. ¿De qué proviene que al fin de vuestra enfermedad parecía que conversabais con los que
habéis amado en la Tierra?
R. Porque tuve, antes de morir, la revelación del mundo que, iba a habitar. Era vidente antes
de morir y mis ojos se han velado en el pasaje de la separación definitiva del cuerpo, porque los
lazos carnales eran todavía muy vigorosos.
7. ¿En qué consiste que vuestros recuerdos de la infancia os venían, al parecer, con
preferencia?
R. Porque el principio y el fin de la vida están más en contacto que el medio.
P. ¿Cómo entendéis esto?
R. Que los moribundos se acuerdan y ven, como un espejismo de consuelo, sus primeros y
más puros años.
Probablemente por un motivo providencial semejante, los ancianos, a medida que se acercan al término
de la vida, tienen algunas veces un recuerdo preciso de los menores detalles de sus primeros años.
8. ¿Por qué, hablando de vuestro cuerpo, hablabais siempre en tercera persona?
R. Porque era vidente, como os he dicho, y conocía claramente las diferencias que existen
entre lo físico y lo moral. Estas diferencias, ligadas entre sí por el fluido de vida, son muy marcadas
a los ojos de los moribundos videntes lúcidos.
Es una particularidad singular que ha presentado la muerte de este caballero. En sus últimos momento
decía siempre: “Tiene sed, es preciso darle de beber, tiene frío, es preciso calentarle, sufre en tal paraje, etc.” Y
cuando se le decía: “Pero sois vos quien tiene sed”, respondía: “No, es él.”
Aquí se dibujan perfectamente las dos existencias. El yo pensante está en el espíritu y no en el cuerpo, el
espíritu, en parte separado ya, considera su cuerpo como otra individualidad que no era él propiamente
hablando. Era, pues, a su cuerpo a quien debía darse de beber y no a su espíritu. Este fenómeno se observa
también entre ciertos sonámbulos.
9. Lo que habéis dicho acerca de vuestro estado errante, y del tiempo que ha durado vuestra
turbación, da a entender que no sois dichoso, y sin embargo, vuestras cualidades deberían hacer
suponer lo contrario. Hay, por otra parte, espíritus errantes que son dichosos, como los hay
desgraciados.
R. Estoy en un estado transitorio. Las virtudes humanas adquieren aquí su verdadero precio.
Sin duda mi estado es mil veces preferible al de la encarnación terrestre, pero he llevado siempre en
mí las aspiraciones del verdadero bien y de lo verdaderamente bello. Mi alma sólo quedará saciada
cuando vuele a los pies de su Creador.
El Sr. Cardon
Médico
El Sr. Cardon había pasado una parte de su vida en la marina mercante en calidad de médico
de un buque dedicado a la pesca de la ballena, adquiriendo en él costumbres e ideas un poco
materiales. Retirado en la aldea de J..., ejercía en ella la modesta profesión de médico de la
comarca. Desde algún tiempo tenía la certeza de que estaba atacado de una hipertrofia del corazón,
y sabiendo que esta enfermedad es incurable, la idea de la muerte le ocasionaba
una gran melancolía, que nada podía distraer.
Unos días antes predijo el día fijo de su muerte. Cuando se vio cerca de morir, reunió
alrededor suyo a su familia para darle su último adiós. Su mujer, su madre, sus tres hijos y otros
parientes estaban alrededor de su lecho. En el momento en que su mujer trató de levantarle, cayó
desplomado, se puso de un azul lívido, sus ojos se cerraron, y se le creyó muerto. Su mujer se
colocó ante él para ocultar este espectáculo a sus hijos. Después de algunos minutos volvió a abrir
los ojos. Su cara, por decirlo así, iluminada, tomó una expresión de radiante beatitud, y exclamó:
“¡Oh, hijos míos, qué belleza! ¡Qué sublimidad! ¡Oh, la muerte! ¡Qué beneficio! ¡Qué cosa tan
dulce! Estaba muerto y he sentido mi alma elevarse muy alto, muy alto. Pero Dios me ha permitido
volver para deciros: No temáis la muerte, ella es la libertad... ¡Qué no pueda pintaros la
magnificencia de lo que he visto, y las impresiones de que me he sentido penetrado! Pero no
podríais comprenderlo... ¡Oh, hijos míos, conducíos siempre de modo que merezcáis esta inefable
felicidad, reservada a los hombres de bien. Vivid según la caridad. Si tenéis alguna cosa, dad una
parte a aquellos a quienes falta lo necesario... Mi querida esposa, te dejo en una posición que no es
feliz. Se nos debe dinero, pero te suplico no atormentes a los que nos deben. Si deben, aguarda que
queden en paz, y a los que no puedan pagarte, haz el sacrificio de perdonarles la deuda: Dios te
recompensará. Tú, hijo mío, trabaja para sostener a tu madre. Sé siempre honrado, y guárdate de
hacer nada que pueda deshonrar a nuestra familia. Toma nuestra cruz que proviene de mi madre. No
la dejes, y que ella te recuerde siempre mis últimos consejos... Hijos míos, ayudaos y sosteneos
mutuamente. Que la buena armonía reine entre vosotros. No seáis ni vanos ni orgullosos. Perdonad
a vuestros enemigos si queréis que Dios os perdone... Después, habiendo hecho acercar a sus hijos
extendió sus manos hacia ellos, y añadió: “Hijos míos, yo os bendigo.” Y sus ojos se cerraron, esta
vez para siempre. Pero su rostro conservó una expresión tan imponente, que hasta el momento de
enterrarle un gentío numeroso fue a contemplarle con admiración.”
Habiéndonos sido transmitidos por un amigo de la familia estos interesantes detalles, hemos
creído que esta evocación sería instructiva para todos, y al mismo tiempo útil al espíritu.
1. Evocación.
R. Estoy al lado vuestro.
2. Se nos ha referido vuestros últimos instantes, que nos han llenado de admiración.
¿Querríais ser lo bastante bueno para describirnos, mejor que no lo habéis hecho, lo que habéis
visto en el intervalo de lo que se podría llamar vuestras dos muertes?
R. ¡Lo que he visto!... ¿Podríais comprenderlo? Yo no lo se, porque no podría encontrar
expresiones capaces de hacer comprensible lo que he podido ver durante los pocos instantes en que
me ha sido posible dejar mi despojo mortal.
3. ¿Os dais razón de dónde habéis estado? ¿Es lejos de la Tierra, en otro planeta o en el
espacio?
R. El espíritu no conoce el valor de las distancias tales como vosotros lo consideráis.
Conducido por no sé qué agente maravilloso, he visto el esplendor de un cielo como sólo nuestros
sueños podrían realizarlo. Esta correría a través del infinito se hizo tan rápidamente, que no puedo
precisar los instantes empleados por mi espíritu.
4. ¿Actualmente gozáis de la dicha que habéis entrevisto?
R. No. Mucho desearía poder gozar de ella, pero Dios no me puede recompensar así. Me he
rebelado muy a menudo contra los pensamientos benditos que dictaba mi corazón, y la muerte me
parecía una injusticia. Médico incrédulo, tomé en el arte de curar una aversión contra la segunda
naturaleza, que es nuestro movimiento inteligente y divino. La inmortalidad del alma era una
ficción propia para seducir las naturalezas poco elevadas. Sin embargo, el vacío me espantaba,
porque he maldecido muchas veces este agente misterioso que hiere sin tregua ni descanso. La
filosofía me había extraviado sin hacerme comprender toda la grandeza del Eterno, que sabe
repartir el dolor y la alegría para la enseñanza de la Humanidad.
5. ¿Cuando ocurrió vuestra verdadera muerte, os reconocisteis al momento?
R. No. Me reconocí durante la transición que mi espíritu sufrió para recorrer los lugares
etéreos. Pero después de la muerte real, no. Han sido precisos algunos días para reconocerme.
Dios me había concedido una gracia. Voy a deciros la razón.
Mi incredulidad primera no existía. Antes de mi muerte creí, porque después de haber
sondeado científicamente la materia que me echaba a perder, no había encontrado, al cabo de
razones terrestres, más que la razón divina. Ella me había inspirado, consolado, y mi ánimo era más
fuerte que el dolor. Bendecía lo que había maldecido. El fin me parecía la libertad. ¡El pensamiento
de Dios es grande como el mundo! ¡Oh! Qué supremo consuelo es la oración que da ternuras
inefables. Es el elemento más seguro de nuestra naturaleza inmaterial. Por ella he comprendido, he
creído firmemente, soberanamente, y por esto Dios, escuchando mis oraciones benditas, ha tenido a
bien recompensarme antes de acabar mi encarnación.
6. ¿Se podría decir que estabais muerto la vez primera?
R. Sí y no. El espíritu, habiendo dejado el cuerpo, naturalmente la carne se extinguía. Pero al
tomar otra vez posesión de mi morada terrestre, la vida volvió al cuerpo que había sufrido una
transición, un sueño.
7. ¿En ese momento, sentíais los lazos que os retenían a vuestro cuerpo?
R. Sin duda. El espíritu tiene un lazo difícil de quebrantar. Le es preciso el último
estremecimiento de la carne para entrar en su vida natural.
8. . ¿Cómo es que en vuestra muerte aparente, y durante algunos minutos, haya podido
vuestro espíritu separarse instantáneamente y sin turbación, mientras que la muerte real fue seguida
de una turbación de muchos días? Parece que en el primer caso los lazos entre el alma y el cuerpo,
subsistiendo más que en el segundo, el desprendimiento debía ser más lento, y lo contrario es lo que
ha tenido lugar.
R. Habéis hecho muchas veces la evocación de un espíritu encarnado, y habéis recibido de
éste respuestas reales: yo estaba en la posición de estos espíritus. Dios me llamaba, y sus servidores
me dijeron: “Ven...” He obedecido, y doy gracias a Dios por el favor especial que tuvo a bien
hacerme. Pude ver lo infinito de su grandeza y darme cuenta de ésta. Gracias a vos, Señor, que
antes de la muerte real me habéis permitido enseñar a los míos para que tengan buenas y justas
encarnaciones.
9 ¿De dónde sacabais las buenas y hermosas palabras que dijisteis a vuestra familia cuando
volvisteis a la vida?
R. Eran el reflejo de lo que había visto y oído. Los buenos espíritus inspiraban mi voz y
animaban mi rostro.
10. ¿Qué impresión creéis que ha hecho vuestra revelación a los asistentes, y a vuestros hijos
en particular?
R. Grande, profunda. La muerte no engaña. Los hijos, por ingratos que pudiesen ser, se
inclinan ante la encarnación que se va. Si se podía escudriñar el corazón de los hijos al lado de una
tumba entreabierta, no se verían palpitar sino sentimientos verdaderos, movidos profundamente por
la mano secreta de los espíritus, que dicen a todos los pensamientos: Temblad, si estáis en la duda:
la muerte es la reparación, la justicia de Dios. y, os lo aseguro, a pesar de los incrédulos, mis
amigos y mi familia creerán en las palabras que mi voz pronunció antes de morir. Era el intérprete
de otro mundo.
11. Habéis dicho que no disfrutáis de la dicha que habéis entrevisto. ¿Consiste eso en que
sois desgraciado?
R. No, puesto que creía antes de morir, y esto en mi alma y mi conciencia. El deber oprime
en la Tierra, pero reanima para el porvenir espiritista. Observad que Dios tomó en cuenta mis
ruegos y mi creencia absoluta en Él. Estoy en el camino de la perfección, y llegaré al fin que me ha
sido permitido entrever. Orad, amigos míos, por este mundo invisible que preside a vuestros
destinos. Este cambio fraternal es caritativo. Es una palanca poderosa que pone en comunicación
los espíritus de todos los mundos.
12. ¿Tenéis que dirigir algunas palabras a vuestra mujer y a vuestros hijos?
R. Suplico a todos los míos crean en Dios poderoso, justo, inmutable, en la oración que
consuela y alivia. En la caridad, que es el acto más puro de la encarnación humana. Que se
acuerden que se puede dar poco. El óbolo del pobre es el más meritorio ante Dios, que sabe que un
pobre da mucho, dando poco. Es preciso que el rico dé mucho y a menudo para merecer tanto como
él.
R. El porvenir es la caridad, la benevolencia en todas las acciones. Esto es, creer que todos
los espíritus son hermanos, no haciendo nunca caso de vanidades pueriles.
Familia mía muy amada, tendrás pruebas rudas. Pero sabe tomarlas valerosamente,
pensando que Dios las ve.
Decid muchas veces esta oración:
“Dios de amor y de bondad, que das todo y siempre, concédenos esta fuerza que no
retrocede ante ninguna pena. Hacednos buenos, dulces y caritativos. Pequeños por la fortuna,
grandes por el corazón. Que nuestro espíritu sea espiritista en la Tierra para mejor comprenderos y
amaros.
“Que vuestro nombre, ¡oh, Dios mío!, emblema de la libertad, sea el fin consolador de todos
los oprimidos, de todos los que tienen necesidad de amar, de perdonar y de creer.”
Cardon
Eric Stanislas
Comunicación espontánea: Sociedad de París, agosto de 1868
“¡Cuántas veces las emociones sentidas vivamente por ardientes corazones nos
proporcionan felicidad! ¡Oh, dulces pensamientos que venís a abrir una vía de salvación a todo lo
que vive, a todo lo que respira material y espiritualmente! ¡Que vuestro bálsamo salvador no cese
de derramarse a torrentes sobre vosotros y sobre nosotros! ¡Qué palabras escoger para traducir la
dicha que experimentan todos vuestros hermanos de ultratumba, en la contemplación del puro amor
que os une a todos!
“¡Oh, hermanos!, ¡cuánto bien por todas partes, cuántos dulces sentimientos elevados y
sencillos como vosotros, como vuestra doctrina, estáis llamados a sembrar sobre la larga vía que
tenéis aún que recorrer! ¡Pero también cuánto de todo esto os será recompensado aun antes del
momento en que tendréis derecho para ello!
“He asistido a toda esta reunión, he escuchado, he oído, he comprendido y voy a tratar a mi
vez de cumplir mi deber e instruir a la clase de espíritus imperfectos.
“Escuchad: estaba lejos de ser dichoso. Sumergido en la inmensidad, el infinito mis
sufrimientos eran tanto más vivos, cuanto que no podía darme de ellos una cuenta exacta. ¡Dios sea
bendito! Me ha permitido venir a un santuario al que no pueden impunemente acercarse los malos.
Amigos, ¡cuán agradecido os estoy, cuántas fuerzas he tomado entre vosotros!
“¡Oh!, hombres de bien, reuníos a menudo. Instruid, porque no podéis saber cuántos frutos
dan todas las reuniones serias tenéis entre vosotros. Los espíritus que todavía han de aprender
muchas cosas, los que permanecen voluntariamente inactivos, perezosos y olvidados de sus
deberes, pueden encontrarse, sea por una circunstancia fortuita o de otra manera, entre vosotros,
heridos por un choque terrible. Pueden, y es lo que acontece muchas veces, replegarse sobre sí
mismos, reconocerse, entrever el fin que se ha de alcanzar y, fuertes con el ejemplo que les dais,
buscar los medios que pueden hacerles salir del estado penoso en que se encuentran. Me hago, con
gran satisfacción mía, el intérprete de las almas que sufren, porque a los hombres de corazón es a
quienes me dirijo, y sé que no seré rechazado.
“Tened la bondad, repito, ¡oh!, hombres generosos, de recibir la expresión de mi
reconocimiento particular y el de todos nuestros amigos a quienes habéis hecho, puede que sin
pensarlo, tanto bien.”
Eric Stanislas
El guía del médium:
“Hijos míos, éste es un espíritu que ha sido muy infeliz porque estuvo mucho tiempo
extraviado. Ahora, comprendiendo sus faltas, y arrepintiéndose por fin, ha vuelto sus miradas hacia
Dios, a quien había desconocido. Su posición no es la de dicha, pero aspira a ella y no sufre. Dios le
ha permitido venir a escuchar, y después ir a una esfera inferior a instruir y hacer adelantar a los
espíritus que, como él, han quebrantado las leyes del Eterno. La reparación es lo que se le ha
pedido. En adelante conquistará la felicidad, porque tiene voluntad para ello.”
La Sra. Ana Velleville
Joven, muerta a los treinta y cinco años después de una larga y cruel enfermedad. De mucha
viveza espiritual, dotada de una rara inteligencia, de gran rectitud y de eminentes cualidades
morales, esposa y madre de familia apasionada, tenía además una fuerza de carácter poco común, y
un talento fecundo en recursos que no la tenía jamás desprevenida en las circunstancias más críticas
de la vida. Sin rencor hacia aquellos de quienes tenía más por qué quejarse, estaba siempre
dispuesta a prestarles cualquier servicio, si llegaba la ocasión. Habiendo tenido con ella una amistad
íntima desde largos años, hemos podido seguir todas las fases de su existencia y todas las peripecias
de su fin.
Un accidente ocasionó la terrible enfermedad que debía llevársela y que la retuvo tres años
en su lecho, presa de los más atroces sufrimientos, que soportó hasta el último momento con un
valor heroico y en medio de los cuales su alegría natural no la abandonó. Creía firmemente en el
alma y en la vida futura, pero se ocupaba muy poco de ello. Todos sus pensamientos se dirigían
hacia la vida presente, a la cual valoraba mucho, sin tener, sin embargo, miedo a la muerte, y sin
buscar los goces materiales. Porque su vida era muy sencilla, y se olvidaba sin dificultad de aquello
que no podía procurarse. Pero tenía instint1vamente el gusto del bien y de lo bello, que sabía encontrar hasta en las cosas más insignificantes. Quería vivir, menos para ella que para sus hijos,
para quienes sabía que era necesaria. Por esto se aferraba a la vida. Conocía el Espiritismo sin
haberlo estudiado a fondo. Hasta se interesaba por él, y sin embargo, no llegó a fijar sus
pensamientos sobre el porvenir. Era para ella una idea verdadera, pero que no dejaba ninguna
impresión profunda en su espíritu. El bien que hacía era el resultado de un sentimiento natural,
espontáneo, y no inspirado por el pensamiento de una recompensa o de penas futuras.
Desde hacía mucho tiempo, su estado era ya desesperado, y se contaba verla marchar de un
momento a otro. Ella misma no se hacía muchas ilusiones. Un día que su marido estaba ausente, se
sintió desfallecer, y comprendió que su hora había llegado. Su vista se había velado, la turbación se
apoderaba de ella y sentía todas las angustias de la separación. No obstante, le causaba mucha pena
morir antes de que volviese su marido. Haciendo sobre sí misma un esfuerzo supremo, se dijo:
“¡No, no quiero morir!” Sintió entonces renacer la vida y recobró el pleno uso de sus facultades.
Cuando su marido volvió le dijo: “Iba a morir, pero he querido esperar a que estuvieses cerca de mí,
porque tenía todavía que hacerte muchas recomendaciones.” La lucha entre la vida y la muerte se
prolongó así durante tres meses, que no fueron más que una larga y dolorosa agonía.
Evocación, al día siguiente de su muerte.
R. Mis buenos amigos, gracias porque os ocupáis de mí. Por lo demás, habéis sido para mí
como buenos parientes. Pues bien, regocijaos, porque soy dichosa. Tranquilizad a mi pobre marido
y velad sobre mis hijos. He ido junto a ellos enseguida.
P. Parece que la turbación no ha sido larga, puesto que nos habéis contestado con lucidez.
R. Amigos míos. ¡he sufrido tanto y sabíais que sufría con resignación! Y bien, mi prueba
está terminada. Deciros que estoy completamente desprendida, no. Pero no sufro, y para mí es un
alivio muy grande. Por esta vez estoy radicalmente curada, os lo aseguro. Pero tengo necesidad de
que se me ayude con el socorro de las oraciones, a fin de venir desde luego a trabajar con vosotros.
P. ¿Cuál ha podido ser la causa de vuestros largos sufrimientos?
R. Pasado terrible, amigo mío.
P. ¿Podéis decirnos cuál ha sido este pasado?
R. ¡Oh, dejad que lo olvide un poco!. ¡Lo he pagado tan caro...!
Un mes después de su muerte.
P. Ahora que debéis estar completamente desprendida y que os reconocéis mejor,
tendríamos el mayor gusto en tener con vos una conversación más explícita. ¿Podríais decirnos cuál
ha sido la causa de vuestra larga agonía?
¿Por qué habéis estado durante tres meses entre la vida y la muerte?
R. Gracias, mis buenos amigos, por vuestro recuerdo y por vuestras buenas oraciones. ¡Cuán
saludables me son y cuánto han contribuido a mi desprendimiento! Todavía tengo necesidad de que
me ayudéis. Continuad rogando por mí. Vosotros comprendéis la oración. Las que decís no son
fórmulas venales como tantos otros que no se dan cuenta del efecto que produce una buena
plegaria.
¡He sufrido mucho, pero mis sufrimientos se me han tomado muy en cuenta, y me es
permitido ir a menudo hacia mis queridos hijos, que había dejado con tanto sentimiento!
Yo misma he prolongado mis sufrimientos. Mi ardiente deseo de vivir para mis hijos hacía
que me aferrase en cierto modo a la materia, y al contrario que los otros, me aferraba y no quería
abandonar este desgraciado cuerpo, con el cual era preciso romper y que, sin embargo, era para mí
el instrumento de tantos tormentos. He ahí la verdadera causa de mi larga agonía. Mi enfermedad,
los sufrimientos que he tenido: expiación del pasado, una deuda menos.
¡Ay de mí, mis buenos amigos! Si os hubiera escuchado, ¡qué inmenso cambio en mi vida
presente! ¡Qué mitigación habría sentido en mis últimos instantes y cuán fácil hubiera sido esta
separación, si en lugar de contrariarla me hubiera entregado con confianza a la voluntad de Dios, a
la corriente que me arrastraba! ¡Pero en lugar de dirigir mis miradas hacia el porvenir que me
esperaba, no veía más que el presente que iba a dejar!
Cuando vuelva a la Tierra seré espiritista, os lo aseguro. ¡Qué ciencia tan inmensa! Asisto
muy a menudo a vuestras reuniones y a las instrucciones que se os dan. Si hubiera podido
comprender cuando estaba en la Tierra, mis sufrimientos se hubieran mitigado mucho. Pero la hora
no había llegado. Hoy comprendo la bondad de Dios y su justicia. Pero no estoy aún lo bastante
adelantada para que deje de ocuparme de las cosas de la vida. Mis hijos sobre todo, me unen
todavía a ella, no para contemplarles, sino para velar por ellos y procurar que sigan la ruta que el
Espiritismo traza en este momento. Sí, mis buenos amigos, tengo aún graves preocupaciones. Una
sobre todo, porque el porvenir de mis hijos depende de ella.
P. ¿Podéis darnos algunas explicaciones sobre el pasado que deploráis?
R. ¡Ay de mí, mis buenos amigos, estoy dispuesta a hacer mi confesión! Había desconocido
el sufrimiento. Había visto morir a mi madre sin haber tenido piedad de ella. La había tratado de
enferma imaginaria. No viéndola jamás en cama, sospechaba que no sufría, y reía de sus
sufrimientos. He ahí como Dios castiga.
Seis meses después de su muerte.
P. Ahora que ha pasado un tiempo lo bastante largo desde que habéis dejado vuestra
envoltura terrestre, ¿queréis describirnos vuestra situación y vuestras ocupaciones en el mundo de
los espíritus?
R. Durante mi vida terrestre, era lo que se llama generalmente una mujer de bien, pero ante
todo amaba mi bienestar. Compasiva por naturaleza, puede que no hubiera sido capaz de un
sacrificio penoso para aliviar un infortunio. Hoy todo ha cambiado. Soy siempre el yo, pero el yo de
otro tiempo ha sufrido modificaciones. He adquirido, veo que no hay clases ni otras condiciones,
sino el mérito personal en el mundo de los invisibles, donde un padre caritativo y bueno está sobre
el rico orgulloso que le humillaba con su limosna. Velo especialmente por la clase de los afligidos,
por los tormentos de familia, la pérdida de parientes o de fortuna: tengo por misión el consolarles y
animarles, y soy feliz en hacerlo.
Ana
Una importante cuestión se deduce de los hechos expresados, a saber.
¿Una persona puede, por un esfuerzo de su voluntad, retardar el momento de la separación
del alma y del cuerpo?.
Respuesta del espíritu de San Luis:
“Resuelta esta cuestión de una manera afirmativa y sin restricción, podría dar lugar a falsas
consecuencias. Seguramente, un espíritu encarnado puede, en ciertas circunstancias, prolongar la
existencia corporal para terminar instrucciones indispensables o que él las crea tales. Esto puede
permitírsele, como en el caso de que tratamos, y se tienen de ello diferentes ejemplos. Estas
prolongaciones de la vida en todo caso no podrían ser de mucha duración, porque no puede
permitirse al hombre invertir el orden de las leyes de la Naturaleza ni provocar una vuelta real a la
vida, cuando ésta ha llegado a su término. Esto no es sino una prorrogación momentánea. Sin
embargo, de la posibilidad del hecho no deberá deducirse de ello que pueda ser general, ni creer que
dependa de cada uno prolongar así su existencia. Como prueba para el espíritu, o en interés de una
misión que concluir, los órganos gastados pueden recibir un suplemento de fluido vital que les
permita añadir algunos instantes a la manifestación material del pensamiento. Los casos semejantes
son excepciones y no la regla. Es necesario no ver tampoco en este hecho una derogación de Dios
en la inmutabilidad de sus leyes, sino una consecuencia del libre albedrío del alma humana, que en
el último instante tiene conciencia de la misión de que ha estado encargada, y quisiera, a pesar de la
muerte, cumplir lo que no ha podido acabar. Puede ser también algunas veces una especie de
castigo impuesto al espíritu que duda del porvenir, concediéndole una prolongación de vitalidad,
por la cual sufre necesariamente.”
San Luis
Podríamos también maravillarnos de la rapidez del desprendimiento de este espíritu, teniendo en cuenta
su adhesión a la vida corporal. Pero es preciso considerar que esta adhesión no tenía nada de sensual ni de
material. Tenía incluso su parte moral, puesto que era movida por el interés de sus hijos menores. Era, además,
un espíritu adelantado en inteligencia y moralidad. Un grado más, y hubiera estado con los espíritus muy
felices. No tenía, pues, en los lazos periespirituales la tenacidad que resulta de la identificación con la materia. Se
puede decir que la vida, debilitada por una larga enfermedad, no dependía más que de algunos hilos. Hilos que
quería impedir que se rompiesen. No obstante, fue castigada su resistencia por la prolongación de sus
sufrimientos, que dependían de la naturaleza de la enfermedad y de la dificultad del desprendimiento, y de esto
ha resultado que, después de la libertad, la perturbación fue de corta duración.
Un hecho igualmente importante se deduce de esta evocación, así como de la mayor parte de las que han
tenido lugar en diversas épocas más o menos distantes de la muerte, esto es, el cambio que se verifica
gradualmente en las ideas del espíritu, y del cual se puede seguir el progreso. En dicho espíritu se traducen, no
por mejores sentimientos, sino por una apreciación más sana de las cosas. El progreso del alma en la vida
espiritual es, pues, un hecho acreditado por la experiencia. La vida corporal es la que pone en práctica este
progreso. Es la prueba de sus resoluciones y el crisol donde se depura.
Desde el instante en que el alma progresa después de la muerte, su suerte no puede fijarse
irrevocablemente, porque la fijación definitiva de la suerte es, como hemos dicho en otra parte, la negación del
progreso. Las dos cosas no pueden existir simultáneamente. Queda lo que tiene la sanción de los hechos y de la
razón.